El absurdo de un robo que terminó en masacre

Por: María Camila Hernández

Incredulidad. Esa fue la primera reacción del entonces gerente de Diners Club en Cali, Eduardo Fernández de Soto, tras recibir la llamada de una clínica para avisarle que su secretaria, Amparo Navia, estaba herida porque había sucedido una tragedia en la oficina. Aunque algunos detalles se difuminan luego de 35 años, hay hechos que siguen siendo muy claros. Uno de ellos es que cuando sucedió la masacre de Diners, en pleno centro de Cali, esta era una ciudad tranquila, conocida en el país como “la ciudad cívica”. Los caleños nunca habían vivido una tragedia así.

Consternado, el gerente de la entidad bancaria colgó el teléfono. Llamó a su oficina y le contestó un oficial de Policía, quien le confirmó la terrible noticia. Lo primero que hizo Fernández de Soto fue comunicarse con sus superiores de Diners en Bogotá. Muy temprano en la mañana del 4 de diciembre, cuando llegó de la capital el Director de Seguridad, se dirigieron juntos a las oficinas de Diners Club, ubicadas en el emblemático edificio Otero.

Cuando llegaron “ya se ha hecho el levantamiento de cadáveres, y estando ya en la oficina me dicen que el comandante de la Policía quería conversar conmigo, quería contarme qué había pasado. Voy a la estación de policía Fray Damian y me dicen que ya han descubierto los autores de la masacre y los móviles, y que en ese momento tienen uno ya detenido, Serrano”.

Era Jaime Serrano Santibáñez, un hombre muy joven que había trabajado allí hace algunos meses como vigilante y había sido despedido por portar armas diferentes a las de dotación. Por ese motivo, conocía bien las instalaciones, así como a la mayoría de las personas que se encontraban esa noche en la oficina. Por su parte, el gerente no recordaba a Serrano. “Yo no lo conocía, cuando vi las fotos ya lo ubiqué, pero por el nombre no tenía ni idea que era él, porque las compañías de vigilancia envían vigilantes y no necesariamente son los mismos todos los días”.

Según lo que le informó el Comandante de la Policía a Fernández de Soto, Santibáñez y dos hombres más (James Rodríguez y Francisco Ruiz) habían planeado un robo. Pero cuando una de las empleadas reconoció a Serrano y le pidió que no les hicieran daño, “en ese momento aparentemente se les despierta el deseo de que nadie sepa que ellos están ahí y empiezan a matar a la gente”.

Este aparente absurdo, la reacción desproporcionada de acabar con la vida de tantas personas inocentes por ocultar un robo, se convirtió en una incógnita que intentarían descifrar investigadores y periodistas en los años que siguieron a la masacre. Sobre todo, porque tanto Jaime Serrano como James Rodríguez eran jóvenes sin antecedentes, muchachos aparentemente buenos. Hasta ese día.

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